Hospital



Entrar al hospital de niños J.M de Los Ríos, en Caracas, es sinónimo de historias tristes.
Mis impresiones de estos recintos no son las mejores. Y siempre vienen cargadas de una alta dosis de paranoia y miedo. ¡Ojalá el muchachito no se me enferme! Bueno, Rafael tuvo fiebre por dos días. Una situación que como padre primerizo -Esther ya está más curtida en esto al ser su segundo hijo- me llena de ansiedad. No sólo porque no me gusta ver a mi hijo enfermo, sino porque recuerdo los hospitales que visité mientras era reportero en Venezuela, y la bilirrubina toca la canción de Juan Luis Guerra. 

Hoy estuve cinco horas en el hospital de niños Baca Ortiz de Quito. Una experiencia digna de cuento. 

Primero, en emergencia, el funcionario del Ministerio de Salud que toma los datos del paciente y el familiar te regaña por no haber acudido antes a un centro de salud primaria: dispensario o ambulatorio. Aquí se le da mucha importancia a estos establecimientos porque son partidarios de que los hospitales son para cuando llegas con un brazo o una pierna dentro de una bolsa. Literalmente. 

Las emergencias se catalogan por colores. Siendo el azul la más leve (un simple resfriado) y la roja lo más grave (con el brazo y la pierna en una bolsa). Entre ambos colores está el verde, amarillo y naranja. Rafa se colocó en el verde. Le pegaron una pequeña cinta verdosa en una de las mangas de su camisa para no dejar morir a la categorización. Después de dos horas de espera jugando con el celular y analizando cómo fue que un niño de ocho años se reventó la frente de ceja a ceja, y aún tenía energías para correr por toda la emergencia, nos llamaron. 

Mi esposa catalogó al doctor con "venezolanitis". Nos trató como si estuviera despachando a una camada de cochinos. "¿Qué tiene?", "¿Dónde le duele?", "Ajá", "Ujum" y el típico "espere un momento mientras atiendo esta llamada". En frente de nosotros, hablando de dónde y con quién celebraría el cumpleaños de su novia. Provocaba matarlo, revivirlo porque estábamos en un hospital y volverlo a matar. 

El diagnóstico previo parecía ser una obstrucción en el intestino que le impedía evacuar con regularidad. Cosa que no sonaba tan descabellada porque Rafael lleva dos días sin ir al baño bien. Nos mandó hacerle una radiografía y traerla cuando estuviera lista. 

¿Adivinen? El hospital tiene material para la radiografía y no cuesta nada. Olviden eso de que los doctores tienen que pasarse las imágenes de la radiografía por el celular porque no hay acetato. Esos males venezolanos aquí no han llegado. 

En una hora tuvimos la radiografía. Luego de que mis dotes de convencimiento le implantaran a Rafael la idea de que la máquina de rayos X era una cámara fotográfica. Sólo así se quedó quieto. 

Con displicencia el mismo doctor vio la radiografía y dijo que no había ninguna obstrucción. "Debe ser un virus entonces. Denle más acetaminofen y si sigue con fiebre de aquí a tres días lo vuelven a traer". Así de sencillo. Así de simple. Los doctores creo que ven en la universidad una materia que les quita un poco de su humanidad. Y a pesar de que su trabajo es el mantenimiento de la vida, algunos, deberían trabajar en el mantenimiento de la simpatía. 

Rafael está mejor. Sin fiebre. Y el hospital, bueno... el hospital en Venezuela podría ser una clínica privada. La farmacia está dotada y los pasillos tienen lindas pintas de colores con animalitos y nubes. Huele a limpio, y los doctores no están pendientes de que la Guardia Nacional, el Sebin o la Policía Nacional los pille hablando mal del gobierno. Pasé cinco horas haciendo comparaciones, y honestamente, no vale la pena. La percepción del inmigrante es más un asunto de ser feliz, y luchar por eso; que de amargarse por algo que fue y quién sabe cuándo volverá a ser. 

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