Quebrado



A los doce años comencé a escribir. 

A escribir con conciencia. 

Tomé un cuaderno del colegio, que aún no había usado, y garabateé algunas frases. Algunas ideas. Desde ese momento, todas las noches, en un pequeño escritorio que instalé en mi cuarto, me sentaba a desgastar el lápiz. ¿Tenía talento? No lo sé. Pero cuando leo lo que escribí en aquel momento, siento un cosquilleo en el cerebro. Un cosquilleo de lo que era. De lo que quería. De lo que soñaba. Ese cuaderno me da esperanza. Me devuelve la dicha de explorar y aventurarse. 

Rafael también me recuerda eso. Por estos días conoció a una perrita llamada Leica. Él es un hábil gateador. Cuando lo colocas en el piso, sale como bala a explorar. A empaparse de lo que la vida le pone por delante. En esta ocasión, fue un animalito de lo más simpático que no dejó de lamerle los pies y los cachetes. Como si fueran grandes amigos. 

Entre risas, ambos se descubrieron. Ambos se reconocieron como dos seres ansiosos de explorar lo que el uno tiene que dar al otro. Y es que detrás de cada nueva experiencia, hay un deseo inherente a descubrir lo desconocido. 

Sí, es redundante. Pero, muchas veces, la vida es así. 

Mi hijo me ha recordado esas noches en las que me sentaba a escribir en un cuaderno. En los que no importaba más nada sino descubrir. Explorar. Sentirse libre. No sé en qué momento dejé de sentir eso. En qué momento me comencé a preocupar por los recovecos de la realidad, y cómo sortearlos a punta de trabajo y dinero. Y es que "si no laburo, no como". Leí una vez por ahí. 

La danza entre un bebé de nueve meses y una perrita de cinco años, estableció que las maneras de vivir determinan tus ganas de seguir luchando. Creo que mis maneras están equivocadas. Con cada paso que doy por Quito, sintiéndome como un pez fuera del agua, me doy cuenta que algo estaba haciendo mal. Acostumbrado a la misma calle, a la misma ciudad y a la misma burbuja. 

Por estos días tenía unos centavos en el bolsillo. Mi único capital. Bajé a la panadería y compré una bolsita de pan. Rafael me miró con esos ojos tan bonitos que heredó de su mamá y me sonrío. Es su manera de pedirme un pan. Se lo comió con tal gusto, y con aquella sonrisa, que decidí cambiar las maneras de vivir. Mis maneras. Habrá momentos de estrés, de angustia y desespero. Que el miedo tiene muchas fuerzas, y el dolor, muchas formas. 

Pero mi hijo me recuerda que explorar es vivir. Que el aventurero siempre tendrá unos primeros pasos vacilantes, pero, si juega sus cartas bien, tendrá enormes recompensas. 

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