La ciudad y sus demonios




Todos dicen que mi barrio es peligroso.

Se cree que la ignorancia es una bendición. Quizás, en parte, eso sea cierto. En un poco más de un mes viviendo en Quito, sólo he presenciado un intento de robo. Claro, mi estancia aquí no me da el peso de la experiencia para opinar con hechos confirmados. Como dice mi abuela: aún me falta mucha carrera por recorrer. Y es que aún estoy en ese estado de embelesamiento y exploración que ofrece esta ciudad. 

Uno trata de no ser esclavo de los clichés. Pero siempre encuentran maneras de aferrarse a la piel. Mi esposa dice que nosotros venimos del apocalipsis. Que Caracas es lo más cercano, actualmente, a La Divina Comedia. Entonces nace la frase muy pronunciada por nuestro gentilicio: "no me robaban en Caracas, me van a venir a robar en otro lado" -con el respectivo tono irónico-. Sin embargo, cada ciudad tiene su cuota de demonios, de rincones oscuros y de locuras que deberían mantener activo nuestro radar de precaución. 

La premisa del inmigrante es la paz. Vivir con tranquilidad. ¿Será tan difícil?

Y es que hasta los nórdicos se suicidan. A pesar de todos los beneficios, y estabilidad, la tristeza y la tragedia encuentran espacios por donde colarse. 

Cuando nací, mi mamá vivía por Prados de María -suroeste de Caracas-, luego, nos mudamos para Quinta Crespo -un poco más al centro de la ciudad-, detrás de un gran mercado popular. Aún recuerdo los aviones Hércules, de la aviación venezolana, sobrevolando nuestro edificio durante el golpe de Estado de 1992. Aún recuerdo escondernos dentro de un armario porque el Ejército se batía a tiros con los que intentaban saquear los comercios aledaños a nuestra casa. 

Sí, Caracas nos enseñó a reconocer la diferencia entre un disparo y los fuegos artificiales. 

No vivía precisamente en una zona roja de Caracas. Pero siempre iba alerta ante cualquier inconveniente. A caminar rápido ante cualquier amenaza. A cruzar la acera ante cualquier actitud sospechosa. Yo disfruté mi ciudad, pero con un respeto perenne que me impulsaba a nunca bajar la guardia. 

Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. 

Luego, mi madre y yo, nos mudamos a la Avenida Victoria. Gran corredor vial y peatonal que une a El Cementerio y la entrada de la Cota 905 -sitios que actualmente están tomados por bandas criminales que no les tiembla el dedo para derramar sangre- con el este de la ciudad. Nuestro edificio, justo al lado de la sede principal de la Policía Nacional, fue testigo de robo de carros, tiroteos y secuestros a toda hora. 

Nunca perder la paranoia. 

Honestamente, eso me da dolor de cuerpo. Ninguno de nosotros merece vivir con una espada sobre su cuello. Y las ciudades deberían ser espacios de desarrollo, no fabricantes de tumbas. Conozco a Caracas. Trataba de vivir como si sus pliegues no estuviesen tomados por las sombras. Como un ingenuo que se crió en unas calles donde se jugaba pelotica de goma hasta la medianoche. Donde las navidades representaban patinatas hasta que el cuerpo aguantara. Donde los espacios que se decían tomados por los delincuentes, eran espectros que no se metían contigo al menos que los provocaras. 

Caracas y Quito, a kilómetros de distancia. Con realidades diferentes. Ambas ciudades tienen sus demonios. Y si en los espacios "más seguros" del mundo, hay dementes que disparan a mansalva y matan a decenas de personas; podemos concluir que nuestra seguridad no está al 100% en nuestras manos. Podemos reducir nuestra posibilidades (burlar las estadísticas), y en el proceso, tratar de aprender a vivir en el equilibrio de la felicidad y su mantenimiento. 

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