Mi pana Freud.

A Freud no le gusta que lo interrumpa mientras se come su strudel de la tarde. Nisiquiera me dirige la mirada cuando entro sin previo aviso a su oficina. Me acuesto de inmediato en el diván y espero a que se limpie los restos de azúcar de la barba para comenzar hablar.

¡Lo siento! Tengo que hablar contigo.
Sabes que si no tienes una cita. No te puedo atender.
Te prometo que será rápido. Es que, pasó de nuevo.
Es la tercera vez en lo que va de mes. ¿No has seguido mis instrucciones?
¡Al pie de la letra! Hasta me compre un reloj para marcar mi tiempo. Me he vuelto muy bueno.
Y bien, ¿qué es lo que sucede entonces?
Pues por eso estoy aquí. Quiero que me expliques qué estoy haciendo mal.
Mis instrucciones son precisas. Debes encender la luz a las horas que te dije.
Sí, pero la oscuridad sigue arrastrándome. Pareciera que se ha ensañado conmigo.
¡Vamos! No seas tan dramático. Contigo, esa teoría de la infancia reprimida no sirve.
No es mi infancia Freud. En verdad, la oscuridad me hace daño.
Todo esto empezó desde que la perdiste. ¿Recuerdas cómo fue?
Sí. Demasiado bien. Empacó sus maletas y se fue. Era medianoche. Y no hice nada para detenerla.
No luchaste por ella.
¡Coño! Sí lo hice. La estuve buscando por dos semanas. Después desistí. Se esfumó.
Y ahora se te aparece por las noches.
No solo eso. Llega con esa bata translúcida con la que me pierdo entre su piel. Me hace daño.
Deja los golpes de pecho. ¿Probaste la masturbación? Quizás sea el deseo reprimido esa alucinación.
No creo que lesionarme la muñeca sea la solución. No todo es sexo Freud,
Bueno, si tú lo dices. A mí me resulta. ¿Quieres algo de cocaína?
No. No quiero. Quiero que me ayudes a salir de este problema. No puedo dormir siempre con la luz encendida.
¿Qué es lo que más recuerdas de ella?
Su respiración. Me encantaba abrazarla y perderme en su pecho. De entre sus senos salía un olor tan narcótico, que me daba paz inmediata. Eso era ella: paz.
Entonces no es la oscuridad lo que te hace daño. Es el caos.
Puede ser. Últimamente no valgo nada. Vieras mi apartamento. Como tú lo dices, es un caos.
Contrata a una sirvienta. Eso podría ayudar.
¡Yo no nado en dinero! Honestamente, puedo consultarme contigo porque eres mi pana. De lo contrario. Mis psicoanalistas serían de las páginas amarillas.
Debes seguir buscándola. Primero, para que dejes la ladilla. Y segundo, para que puedas recuperar tus sueños.
¡No la encuentro! Han pasado dos años sin saber dónde está.
¿Estás seguro de eso?
¿A qué te refieres?

Freud se levantó y prendió todas las luces. Y ahí estaba ella, en el centro de la habitación. Comiéndose un pan con mermelada. La dulce merienda de la tarde. Él se levantó del diván y trató de tocarla, de abrazarla. No pudo. Su mano la traspasaba. Su mano atraía la oscuridad.

J. Díaz.

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