Zapatos



Tengo dos pares de zapatos. Unos formales y unos deportivos. 

Ahora, que hago memoria, creo que nunca he tenido más de tres pares funcionales en el transcurso de mi vida. Mi mamá siempre me compraba unos cuando comenzaba otro ciclo de primaria o bachillerato. Esos eran los que me tenían que durar todo el año. Y los de educación física, se cambiaban cada dos años. Además, tenía otros para ir a "cuestiones sociales". La adquisición de zapatos en mi hogar siempre fue una cuestión de utilidad y no de moda. Lo mismo que los estrenos del 31 de diciembre. 

Prefería -prefiero- una buena hallaca al desvivir colectivo por una camisa o un par de pantalones recién sacados de fábrica. Pero eso es otra historia...

Antes de mi viaje a Ecuador, remocé el par formal que tengo. Mi zapatero de confianza -por los predios de El Cementerio en Caracas- los pintó, les cambió las suelas, las plantillas y los dejó como carro después de servicio completo. Tenía unas "naves" renovadas que aguantarían más kilómetros. 

O al menos, eso creía. 

A pesar de que pasé por la picazón de manos de tener carro durante mi adolescencia (me cansé de usar el carro de mi mamá, hasta que lo choqué y volví a nacer), mi principal medio de transporte son mis pies. Son mi vehículo último modelo. Por lo que hay que calzarlos con eficiencia y comodidad. Los dos pares actuales me tenían que durar hasta que el bolsillo fuera lo suficientemente fuerte para comprar nuevos. Tras 72 horas de viaje en un autobús, los deportivos empezaron a dar señales de fatiga y rendición. Una pequeña raja en la suela del derecho, un hueco en la tela superior del izquierdo y los primeros hilos deshilachados de las trenzas. 

Era hora de optar por los formales. 

Pero el caminar. Ese andar constante de maratonista, que uno mantiene cuando se están forjando nuevos caminos, hicieron mella en mis pies. El dolor muscular y los cartílagos que se liberan en forma de pequeñas explosiones dieron paso a que las suelas -recién remozadas- lloraran por el desgaste. Algunas costuras se rompieron y mostraron retazos de cuero. Mis zapatos formales estaban en vía de extinción. 

Aquí no tengo zapatero de confianza. Aún. 

Y mientras el dinero venga en forma de comida, renta, medicinas y pañales para mi bebé. Tocará coger cinta y tapar las rajas de las suelas. Pega de zapatero y luchar con el cuero hasta domarlo. Embadurnar las trenzas con brillo de uñas para que no se deshilachen. Y rogarle a todos los santos para que no llueva. Porque con cada gota, es un sector de la media que se moja. Que se empapa. 

Mi hijo ya da sus primeros pasos. Se agarra de los muebles y enlaza su camino. Aún no se suelta del apoyo. Pero ahí va. Con sus caídas y golpes, llora un poco y se vuelve a levantar. Lo hace descalzo. Sin sentido de lo que es un par de zapatos nuevos o viejos. Sólo quiere caminar. Una gran enseñanza: caminar, caerse, aprender y seguir. Sin importar lo que cubra tus pies. Así sea descalzo, lo importante es no detenerse. 

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