Viviendo con los jesuitas



Pepe, Jorge y Patricio son jesuitas.

Son mis compañeros de morada en la Casa de la Compañía de Jesús en Guayaquil. Esto es más que una casa, es un edificio con terraza, quince habitaciones, innumerables salones, biblioteca, salas de estar y los rincones más tenebrosos y paralizantes del espinazo que he visto en mi vida. Desde que me estoy quedando aquí, no ha dejado de rondar por mi cerebro la idea del millón de dólares: venirse con un equipo de producción cinematográfica por seis meses y grabar la versión ecuatoriana de El Resplandor. 

O, como una idea secundaria, alquilar alguno de los cuartos a Stephen King para que trabaje en su nueva novela. Tendrá mucha inspiración por estos lares. 

Si bien, de día, el edificio hace gala de sus pasillos abiertos y corrientes de aire que llegan directamente del malecón. No pierde esa esencia dantesca que le dan decenas de imágenes de santos, vírgenes y estatuas de Jesucristo; que inundan cada pared o columna de esta estructura. No sé ustedes, pero a mi me da pavor dormir con una Virgen María viéndome o un San Ignacio de Loyola sobre mi cabeza. 

De mi cuarto, bajé todos estos retratos.

Ahora, por las noches, esto se convierte en La Casa del Fin de los Tiempos. No se cuántas veces he visto siluetas que pasan de soslayo o el rabo de mi ojo derecho vibrando por algo que se mueve en la periferia. Mi abuela materna suele decir que ella preferiría dormir en un cementerio que dentro de una iglesia. 

"Es que ahí van los demonios, todas las noches, para nutrirse de males". Mi abuela es poeta y no lo sabe. 

Yo mientras tanto, aplico mi técnica de envolvimiento entre sábanas donde los pies quedan blindados y mi espalda tiene un escudo anti espantos. Aunque, mi masoquismo me gana en ciertos momentos de la madrugada y me levanto a buscar un vaso con agua o un pan con mermelada. Mi mentalidad de gordo empedernido me permite escribir estas líneas. Me permite redactar la ironía de una casa santa con aires de inframundo. 

Y es maravilloso. 

Sentir ese susto que te devuelve a la realidad. Qué te planta en tierra y le grita a tu subconsciente: "¡sos un cagón!". Mis miedos son básicos. Por ejemplo: un motorizado rugiendo a mis espaldas, subirme a un autobús y que luego se suban dos espectros, pasar hambre o que alguien de mi familia lo haga. 

A marchitar mis esperanzas o encerrar mis ganas. 

Los tres jesuitas que me acompañan son amables, comprensivos y me han hecho muchas preguntas acerca de Venezuela. Me guardan cena y me han contado la historia de este edificio. Se duermen temprano y me prestan libros de filosofía. Me dicen que el río que tenemos al lado es el Guayas, y que por las medianoches vienen ráfagas de la costa que hacen palpitar el techo. Que no tenga miedo a fantasmas o espíritus. Que le tema al sentir del fracaso que se oculta detrás de cada punto muerto de nuestra vida. 

Buenos tíos estos jesuitas. 

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