Panda



Desde hace años tengo dos sueños recurrentes.

En el primero estoy volando. Me subo al último piso de lo que era mi antiguo colegio y me lanzo al vacío. Justo antes de llegar al suelo, extiendo mi brazos como un pájaro y me elevo por encima de Caracas. Planeo por encima de las montañas hasta llegar al mar. A partir de ese momento, ante esa inmensidad, me da mucho miedo y empiezo a perder altura. Hasta que caigo entre las olas y comienzo a ahogarme. 

Ahí, me despierto. 

En el segundo, estoy pegado a un piso de cemento. Literalmente. Toda mi humanidad tiene raíces en una loza que está en medio de la nada. Sólo parte de mi cara sobresale para poder respirar, gritar y escuchar las cosas que pasan a mi alrededor. Encima tengo una bruma que no deja que el mundo exterior vea que estoy atrapado. Oigo los pasos de la gente, sus conversaciones, sus gritos, sus llantos y oraciones. Cuando comienzo a desesperarme, escucho que un martillo mecánico se acerca. Sin nadie que lo maneje. Llega y comienza a liberarme pedazo por pedazo hasta que soy un rompecabezas. 

Hace dos días me vine para Guayaquil por cuestiones de trabajo. En el autobús, en un lapso de ocho horas, tuve estos dos sueños de forma consecutiva. 

La ciudad me recibió con su calor habitual y calles congestionadas por el tránsito. No es tan tranquila como Quito. A las seis de la mañana, escuché un martillo mecánico que le caía a golpes a una pobre acera. La volvía pedacitos. Como un rompecabezas. Aquí, el mar está cerca. Se puede respirar su sal y espuma. Y al alba, hay una leve bruma que nos oculta del Sol. Guayaquil es economía, inseguridad y mucho Pacífico. Guayaquil es costa y océano. 

Extraño a mi familia a rabiar. Besar a Rafael en la frente antes de irme a trabajar. Besar a mi esposa en los labios y el pecho antes de irme a trabajar. 

Mis sueños -y pesadillas- son el eco de mis temores. De fracasar. De ahogarme y no tener un salvavidas. De desmoronarme, sin que nada ni nadie se de cuenta de que la vida puede ser un rompecabezas insalvable. Y mientras Guayaquil se despereza con cada amanecer, cubriéndose de luz entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde, somos nosotros, los moradores de este planeta flotante, los que tenemos que sobrellevar la dicha de una realidad que no perdona. Qué no sueña. Qué no tiene miedo. Qué sigue adelante a pesar de lo que tu subconsciente fabrique. 

Sí, los extraño. 

Extraño esa seguridad cuando me despertaba sobresaltado en mi cama y mi mamá iba a consolarme. Extraño esos momentos en los que Esther me abraza -ella, tan menuda al lado de este gordito sin remedio- y me dice: todo estará bien. Extraño volar sin caerme. Extraño detenerme sin dejar pedazos en cada parada. 

Y entre tanto extrañar: me da hambre, me da sueño, surgen ideas, metas, logros, fracasos y oportunidades. Ahí, la añoranza se convierte en gasolina. En alimento para cambiar esas imágenes que tanto aterran. Entonces, sueño con vuelos acompañado de la mujer que amo. Con juegos al lado de mi hijo. Armamos un gran rompecabezas de Batman (cinco mil piezas). 

Sueño con un gran panda que me abraza y me dice: "déjate de tonterías. Coge al bambú por las barbas y báñate con mi misma alegría. Al menos, no estás en extinción". 

Sabio panda.

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