Lo bueno, lo malo y lo feo.


Camina. No dejes de caminar. 

Hace un mes llegué a Ecuador. Todavía no me acostumbro al frío y he desarrollado unas ganas inmortales de comer mucha fruta y vegetales. Debe ser porque la carne y el pollo son caros. Así que me he ido convirtiendo en un vegetariano que le pone mucho verde a la comida. 

A Venezuela no se le olvida. Menos cuando la calle donde está la parada de autobuses a mi casa se llama de la misma manera. Además, los paisanos abundan por estos lares. 

Extraño mis libros. No me los pude traer. Y aún no supero el duelo literario. Sé que algún día volverán a mí. Mientras tanto, ando de arriba para abajo con una copia de "La fiesta del chivo"que me prestó mi casero. Está toda remarcada y con manchas de café. Es una belleza. Me abstrae de los momentos en los que tengo que batallar para montarme en el transporte público durante la hora pico. También, me traslada a esa época en las que acompañaba a mi mamá al trabajo. 

Nunca me gustaron los planes vacacionales. Las pocas veces que tuve la desafortunada oportunidad de participar en uno, era víctima de los bravucones de pacotilla que nunca les gusta lo diferente. Entonces, me tocaba defender mi honor al mejor estilo de Bruce Lee. Patadas, golpes e insultos. Un día llegué a casa y le dije a mi mamá que estaba harto de eso, por lo que de ahora en adelante, durante las vacaciones, la acompañaría en sus diligencias. Mi madre, una santa, sonrió y me dijo que sería su mejor ayudante. 

La libertad no debe ser un sinónimo de imposición. Aunque algunos lo vean así. La libertad es rasgarte las rodillas jugando fútbol, no porque un imbécil decidió usarte de tapete. Los niños son crueles damas y caballeros. 

Durante algunas de esas diligencias de vacaciones, mi mamá asesoraba a una compañía que quedaba en la Torre Polar de Caracas. En plaza Venezuela. Siempre me quedaba dormido en un largo sofá plantado en la recepción de la oficina. Era mi rutina. Ya los empleados me conocían como "el hijo de la doctora" que siempre roncaba y babeaba los cojines. Me portaba muy bien. No daba lata. ¿Saben por qué? Porque mi madre me recompensaba con un libro. Me lo compraba en la librería del Fondo de Cultura Económica ubicada en planta baja. 

Un niño feliz. 

Era  como entrar a un templo edificado por ratones muy sabios. A mi propia iglesia. A una que vale la pena rezarle. Fue una buena época. Mis libros, mis vacaciones y las comilonas de pollo asado con hallaquitas y ensalada por las noches. 

Recuerdos que viajan por mi memoria mientras voy al trabajo cruzando la avenida 10 de octubre. 

Uno de los mejores trabajos del mundo: ser librero. Eso es lo que me ha ofrecido Quito y lo he aceptado como un campeón. Es un trabajo duro, a veces ingrato, pero siempre con la posibilidad de enseñarte. De aprender de las experiencias de decenas de personas que día a día van y te preguntan: oye, ¿tendrás este libro? Una de las preguntas más bonitas del castellano. 

Caracas es Caribe, Quito es reminiscencia. Es ver el pasado para caminar al futuro. 

Sí, están los pesimistas. Los realistas. Los cara dura. Los que muerden la fruta amarga. A todos los comprendo. He sido parte de cada uno de estos grupos. Sin embargo, desde hace nueve meses, mi humanidad se ha puntualizado a la esperanza. Mi hijo me ha enseñado eso. 

A ser valiente. A no tener miedo. 

Así, cuando vi cómo trataban de robar a punta de puñal a un joven que volvía de su trabajo a unos cuantos metros de mi. Apuré el paso, me planté ante el ladrón y le dije: "hoy tú no robas a nadie". No sé que habrá visto en mis ojos, quizás la locura, por lo que guardó el cuchillo y se fue corriendo. 

Yo no hubiera hecho eso en Caracas. 

O como cuando me subí al autobús y escuché un sonoro "mamagüevo" seguido de "marico". Un puñado de compatriotas mancillando -más- el gentilicio a punta de anís. No me aguanté. No pude. Tuve que decirles, reclamar, lo imbéciles que eran. Todos los demás, siguieron mi punto de partida y les reclamaron lo mismo. Mientras yo me bajaba en mi parada con pequeña sonrisa de victoria. 

Eso sí lo hacía en Caracas. Con el respectivo altercado entre diferentes sociedades que conviven en ese valle. Los que respetan. Los que no lo hacen. Y los que se enfrascan en tratar de vivir con un mínimo de civismo.

Sí extraño mis libros. Extraño a mi mamá. Extraño a mi hermano. Extraño a mi hijo mayor. Extraño lo que pudimos haber sido. Sin embargo, Quito me trae memorias. Me trae besos de nostalgia en esas corrientes frías que no avisan. Me trae fuerzas. Me trae derrotas. 

Y estoy seguro que me traerá victorias. 

Mientras eso pasa, escuchemos esta maravilla que descubrí en mi andar andino. 





Comentarios