Harina P.A.N

                                          *Volcán Cotopaxi desde mi ventana.

Lo admito. Lo primero que busqué en el supermercado fue la harina P.A.N. Dos dólares con 20 centavos. Ahí estaba. Arrimada en un rincón entre tantos competidores. Mi esposa, la cabeza fría de esta relación, me dijo: "ni se te ocurra tomar una foto". Pero lo hice. Lo hice desde la rabia y el dolor. Desde el saber que hace años este producto no se consigue tan fácil en Venezuela. En ese momento, me convertí en el cliché inmigrante. En la historia que todos esbozamos cuando pisamos otra tierra. 

Cuando nos sentimos identificados entre diferentes modismos y otra cultura. Cuando evocamos esa arepa con queso amarillo y mantequilla chorreante que nos preparaba la abuela. 

Sí, la "famosa" diáspora. 

Enviada la imagen por mensajería de texto a mi mamá, y con mensaje de vuelta que me recomendaba no comer tantas arepas porque "te pondrás más gordo", y además, "está muy cara la harina". Levanté la vista y amplié mi visión. Comida. Mucha comida. Mis casi 100 kilos de peso -y sobrepeso- no son el perfecto ejemplo de una persona pasando hambre. Lo interesante de esta visión era la facilidad con que los productos iban y venían entre los compradores. La libertad de sentirte a tus expensas de gastar lo que quieras gastar, cuando lo quieras gastar y como lo quieras gastar. Un supermercado como la representación de todo lo que se perdió por los predios que vieron nacer a Bolívar. 

La libertad. 

Una libertad amorfa. Una libertad que te deja ir, pero con consecuencias. Una libertad que te deja opinar, pero con consecuencias. Una libertad que te deja comer, pero con consecuencias. Una libertad que es como es, pero con las consecuencias más agravadas del mundo. Así es moverte a tus anchas pero con la condición de que seas responsables de tus acciones. En Venezuela, vivimos eso con intensidad. 

Mucha, tal vez. 

Ponemos todo en perspectiva. Para unos, es no adaptarse. Para otros, es caminar con paso firme al saber que muchas de las curvas que te lance la vida, ya las bateaste fuera del parque en tu país. Cada quien forjándose el mejor camino. Cada quien asumiendo sus miedos y esperanzas de la mejor manera. Lo importante es no fastidiar. Recuerden eso: no fastidies, para que no hagan lo mismo contigo. 

El supermercado podrá evocar muchas tristezas. Pero date cuenta que tienes mazorcas del tamaño de un bate para niños -no exagero-, hallaquitas (humitas) dulces recién hervidas, vegetales y frutas que te sonríen, y todo un mundo por delante. Un mundo que te pide a gritos: no vivas de la nostalgia. Mientras tanto, Quito te recibe con muchos volcanes, colinas interminables, fríos sorprendentes y una calidad humana que creías perdida. Una ciudad, que como todas, tiene dos caras. Muchas realidades. Y un abanico que tu abrirás o cerrarás, dependiendo de tus ganas. 

Sí, el supermercado como metáfora. Como la capacidad que tenemos de adaptarnos y escoger qué queremos. Una mejor visión de la libertad. 

Comentarios