El sastre



Los recuerdos que llegan son vagos. Llenos de neblina. 

Recuerdo el taxi que nos llevó hasta su casa. Recuerdo que nos acompaña a la estación de policía para poner la denuncia sobre el robo de la cartera a mi abuela. Recuerdo compartir una cama de su casa con mi mamá. Recuerdo el frío. Recuerdo los tortazos que me di con mi primo -uno de sus hijos- por un avión de juguete. De resto, son chispazos de la memoria. Imágenes vagas que puede registrar un niño de cinco años. 

Hace 25 años que no veía a mi tío. 

La primera vez que mi mamá volvió al Ecuador, luego de llegar a Venezuela, fue en 1991. Ella tenía catorce años sin visitar la casa en donde se crió o ver a la familia que dejó atrás. Para mí, fue una experiencia excitante. Hicimos el viaje en autobús desde Caracas. Unas 72 horas de camino atravesando Venezuela, Colombia y parte de Ecuador. Con montañas, mareos y volcanes incluidos. 

Desde aquella vez, no veía a mi tío. 

Él es sastre, y con seis hijos. Su oficio lo desempeña muy bien. Tiene su taller por el cementerio San Diego. Es una casa de techos muy altos. Podrá tener, fácil, cien años. Con corredores amplios y pisos de madera. Ventanas adultas y una constante corriente de aire con la que las telas siempre luchan. Esos inmensos rollos de tela que mi tío apila como ladrillos para que no se caigan. Para que sobrevivan la humedad y el paso del tiempo. 

Mi tío es lo que se podría imaginar de todo sastre. Siempre usa pantalones de vestir -con una raya estricta en el medio de cada pierna-, camisa de botones y un suéter que resalta su orden. Además de una zapatos pulcros. Muy pulidos. Las medias compaginan con el color de los zapatos, y el rostro bien afeitado.

Con un metro veinte de tela hace unos pantalones de dama. Un metro se llevan cada una de las camisas para las maestras de un colegio. Y cuando me ve, calcula muy rápido cuánto se llevaría de tela para hacerme un traje. 

Imagino que mucha. 

Mi tío aprendió el oficio en Cuenca. Un gran pueblo, entre las montañas del Ecuador. Desde los diez años comprobó lo que era un doblez, una medida de hombros, el coser las mangas de una camisa para que queden al estilo europeo o americano y manejar las herramientas: máquina de coser, aguja, hilo, lupa y tiza. Con eso se corta, se une, se mide, se marca y se crea. "No me gustaba. Pero lo hice igual. De algo tiene que vivir el hombre", me dice cuando indago en su aprendizaje. 

¿Qué quería ser? Ya no sé acuerda. Muchas veces detiene el verbo relajado de su vocabulario y se pone a evocar el pasado. 

Ahí, frente a todos, lo dejamos ser. 

Mi tío siempre tiene algún consejo sobre la ciudad. "Por allá puedes comprar pañales baratos. Por allá venden ropa a buen precio. Una funda de vegetales, en San Roque, te puede costar un dólar. Debes ahorrar". 

Tiene un rostro amable y triste. Sus casi sesenta años no han sido fáciles. Sin embargo, eso no le ha impedido diseñar y crear lo que siempre nos cubre a todos. 

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