Foto de Time Magazine
Una
bala entrará por la ventana y me volará los sesos.
La
computadora está junto a ella, y todas las noches se escuchan
disparos a escasos metros. Al menos eso creo: que es escaso el
espacio que me separa de la muerte cuando escribo. Mi esposa piensa
que con unas cortinas la amenaza no entrará. Que podríamos
protegernos de la maldad que arropa a una ciudad que hace años
perdió su brújula. Algunos dicen que el norte yace en el infierno,
y el sur reposa en la parte trasera del cráneo de los demonios que
portan las armas.
Demasiadas
alegorías a una serie de personajes que su única manera de dialogar
pasa por la sangre y el sonido de las balas quemadas por la pólvora.
Caracas es la sucursal del miedo. No sólo están los que se
empecinan en recorrerla con la certeza de que su tumba está marcada
desde el momento en que nacieron en la “cuna del Libertador”.
También, tenemos a los que la violan con la impertinente fuerza del
hambre y la resignación. Hubo una vez que este conjunto de
edificios, calles y avenidas significó la emancipación de los
sueños. La originalidad del optimismo. Ahora, bajo las estrellas ,
se alumbra con la rabia de los que se proclaman realeza.
Majestades
de la muerte.
Lo
único que queda es sobrevivir. O escribir. Hay testimonios que yacen
más allá de los depredadores, fantasmas, monstruos de diez cabezas
o muertos vivientes. Todos los días me despierto con la convicción
de que salgo a una cacería. Donde la única víctima soy yo. Los
demás son espectros que no se preocupan por ocultarse. Caminan a
plena luz del día con sus colmillos afilados y cargan sendas bolsas
negras para guardar la energía de aquellos que se les oponen.
Pueden
ser los policías que detienen al infractor de tránsito, y piden que
a cambio de la multa se entregue un pedazo del alma. O los escolares
que usan morrales transparentes mientras roban la bodega a punta de
pistola. “¡Maldito! Tenemos hambre. Abre la registradora y danos
todo el dinero”. Una escena sacada del séptimo arte pero que
transmuta a una sociedad que aprendió a los golpes que la maldad es
un sentimiento que no se puede lavar de la piel una vez que anida en
las entrañas. Lo más rebuscado del crimen, esa percepción del
cliché o el lugar común, habita entre los criminales que usan
traje, corbata o camisetas sin magas.
Aquí
nadie es refinado. Nadie es marginal. Todos somos soldados de
Mefistófeles.
Los
inocentes coexisten con la ingenuidad o el propósito de evolucionar
en aquellos que les hacen daño. Por eso, se atreven a salir de sus
hogares por las noches para aparearse con la misera y el lujo de lo
que se obtiene con la amenaza. Con el azufre que emana de las
montañas, de las cañerías, de esos recovecos que inundan los
puntos de calor donde las pesadillas se reúnen. Por aquí, al
séptimo día, Dios no descansó. Se sentó al borde el mar y lloró
porque su creación desvirtuó la vida de su verbo. Y entonces,
contempló la blasfemia de dejar este mundo con el accionar de un
gatillo sobre su sien.
Todos
los dioses mueren en este valle. Y los ángeles se transforman en
políticos, para cambiar su divinidad por la mujer trofeo, los
discursos de charol y las drogas fuertes.
Quizás
sí ponga las cortinas. Me da pena con mi esposa. Parte de sus
creencias se basan en la percepción de los otros. En la mirada de un
tercero que pueda verla desnuda y admirar unas tetas de contrabando.
O el culo que me busca en la oscuridad para que lo palpe. Ninguna
bala podrá arrebatarme lo que tanto trabajo me ha costado. Ningún
demonio entrará a este apartamento para robarse mi rabia. No podrán
hacerlo. Porque yo soy el que provoca los gritos. Soy yo quien
produce ese sudor que te corre por la espina cada vez que tienes el
cañón de una pistola sobre tu frente. Yo soy tu miedo.
Hace
años me vine al Caribe. A esta ciudad que trata de escapar de la
selva para adentrarse en el mar. Huyendo de una oscuridad que la vio
nacer. Huyendo de su verdadera madre. Mi trabajo es devolverle su
brillo original, su tono escarlata en cada atardecer mientras sus
habitantes se desperezan de la luz y pueden acoger con lujuria la
noche. Ese espacio donde todos se transforman en la peor versión de
sus temores.
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