Sobre la maldad



¿Qué tipo de sociópata eres?

Es una pregunta válida. Al final todos tenemos grados de maldad que desconocemos. Quizás cuando eras niño te gustaba quemar hormigas con una lupa o disfrutabas atormentando al gato del vecino. Hoy todo eso está en el olvido porque tienes un lindo título universitario colgado encima de la chimenea -o de ese gran escritorio que adorna tu oficina-, y tienes la familia perfecta: esposa profesional, dos bellos hijos y, qué casualidad, un gato.

¿Quedó todo atrás? ¿No te pasa cuando manejas que deseas atropellar a todos los motorizados? O, de repente, ¿herir al que se te coleó en la línea del banco?

Te imaginas como una especie de Guasón robando una patrulla de la policía y causando estragos por la autopista Francisco Fajardo. Sin maquillaje pero con la misma mirada inteligente de destrucción. De repente eres más elegante y tu preferencia se acoge a los ademanes gentiles de un caníbal que se come el hígado de sus víctimas con un buen vino.

Entonces, en vez de proyectar nuestros pensamientos en palabras, observemos algunos ejemplos de esa maldad que nos rodea.

Caso 1

José cree que el diablo le habla todos los días. En sueños, durante la ducha y hasta decide lo que debe ponerse para trabajar. Su papá está muy preocupado porque José ha demostrado su violencia en el pasado. Se entrenó en karate para drenar esa ira, pero lo que el deporte hizo fue darle habilidades para causar más daño.

José trabaja como cualquiera de nosotros. Tiene un empleo de oficina y ayuda a la señora que le alquila el apartamento a mover cosas pesadas. Es un buen chico según ella. Es un joven que se empeña en colaborar con la sociedad.

Un día el diablo llegó más allá de las palabras, y mutó en órdenes. José mató a su padre y anduvo con su cabeza cercenada dentro de un bolso por tres días. El olor del resto del cuerpo alertó a los vecinos. Cuando la policía llegó a su apartamento, el padre yacía en el cuarto principal pudriéndose, mientras José leía una biblia. “Él me obligó. Soy su hijo. Su mejor sirviente”, decía mientas lo trasladaban al comando de la policía.

Como su mejor sirviente, José logró escapar de dos comisarías. Sus golpes de karate se dirigían a la divinidad del mal. Mientras que los policías contenían sus ganas de disparar luego que un tribunal dictara que el imputado estaba mentalmente inestable. José no entiende de leyes. Sólo sabe de la maldad que le bordea la piel y lo manda a deshumanizar la razón. Hoy vive en una cárcel y el apartamento donde vivía sigue vacío. Sus compañeros de celda le temen, y él, les relata una especie de evangelios del averno.

Su antigua casera niega haber sentido algún tipo de empatía por él.

Caso 2

Hay una casa en el barrio a medio terminar. En esa casa se instaló la muerte. Lo sabemos por su olor. Lo confirma la policía y los recoge muertos que salen en fila india cargando un cuerpo. Nadie sabe de quién es. Lo seguro es que entre los espectadores están los asesinos. Apilados en una multitud que espera expectante (sí, con esa redundancia) a que la sangre no vuelve a manchar su felicidad. Todavía hay que preocuparse por la supervivencia como para estar pendientes del luto. Eso no deja nada bueno, y quita mucho tiempo.

Carlos y Alejandro guardan silencio. Se saben la actuación de memoria. Muchas veces observaron cuando levantaban los cuerpos de las calles donde juegan fútbol. Saben que no pueden molestar a los investigadores al menos que quieran un golpe como respuesta. También, saben que la inocencia está de su lado: ninguno de ellos supera los quince años. ¿Quién podría sospechar de dos jóvenes en plena pubertad? Que están más pendientes de un par de tetas que de matar.

Pues, aquí, en nuestra aldea global, todo es posible.

Precisamente por esas hormonas desbocadas es que planearon encajonar a Mariana. Un niña de catorce años con unos rulos negros y piel de caoba que cautivaba a todos en el sector. Era el orgullo de su mamá: juiciosa, estudiosa y para nada respondona. Calificativos difíciles de adquirir entre una juventud que está muy pendiente de lo que dice la música cachonda y cómo lucen los celulares de moda.

Mi hermano me puede prestar una escopeta. Si nos dice que no, con eso la convencemos. La llevamos para esa casa y que al menos nos muestre la cuquita”, dijo uno de ellos la tarde antes de ejecutar el plan. Claro, como la vida no respeta los planes (un cliché bastante usado pero que no terminamos de entender), al principio Mariana colaboró cuando la abordaron a lo que salía de la bodega con un refresco de dos litros. Fue hasta la casa y cuando los monstruos pidieron ver carne ella salió corriendo por la platabanda y trató de saltar hasta la casa de al lado.

No llegó. Se partió el cuello tras caer y los dos casanovas se miraron las caras sorprendidos. No soltaron ni un tiro y ahora tenían parte del escenario que querían a la vista: carne, huesos y sangre.

No hay crimen perfecto. Alguien los vio salir de la casa y tras el hallazgo los “sapeó”. Les encanta jugar con la PlayStation que hay en el retén de menores como premio para los que se portan bien.

Una vuelta a la razón

La palabra tiene un peso derogatorio en la morgue de Bello Monte. Ahí, todos esperan que la realidad se ponga en pausa por un momento, y que de las gaveras que albergan a sus muertos, salga el milagro de la vida. Que se levanten todos y caminen. Como una especie de Lázaro caribeño. Una ilusión que nunca se cumple y que cae derrotada por el terrible olor que sale desde la tierra. Un olor que nos recuerda lo que somos y para qué estamos aquí.

Cada una de esas personas que esperan (ahora tras una reja), se posicionan en sus nichos de violencia y exploran la sociopatía de una sociedad que todos los días abraza más al terror que a la esperanza de sonreír ante las grandes nimiedades de nuestra existencia: un amanecer, un atardecer, un beso o un abrazo.

Alguien decía que el pesimismo es la respuesta de los cobardes.

No lo sé. Lo único cierto es que allá afuera hay gente mal. Perversa. Y muchas veces, son los que menos te imaginas. Son aquellos que impulsados por la falta de racionalidad, vuelven a sus instintos y nos convertimos en presas que hay que cazar. Están los que se conforman con asustarte y también los que sólo “quieren ver al mundo arder”. Vivimos entre la diáspora y la confirmación de nuestras habilidades para no perecer en el apocalipsis.


¡Ya va! ¿Esas son las cornetas de la anunciación o son disparos? 

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