La cacería



Algunos van sin máscaras. Lo descubrí cuando viajaba en el Metro. Dentro de esa bruma que agobia a los vagones en plena hora pico, estaban en puntos estratégicos -cerca de las puertas o en los puestos azules-, con las pupilas dilatas y un dejo de resequedad en la comisura de los labios. Como el perro que tiene días sin comer o beber. Exploraban a todos. Deseaban a mujeres y hombres. Alimentarse, para ellos, es un ritual de adoración a su maldad. 

Los que sí van con máscaras los consigues dentro de oficinas o ministerios. Un contacto de la resistencia me contó que su manera de cazar pasa por las redes sociales. Son los depredadores del teclado. Observan los perfiles e irrumpen en la vida de sus víctimas con la promesa de una amistad sustentada en sus hermosas sonrisas y supuesta comprensión humana. A las mujeres, una vez capturadas, las encierran en calabozos que apestan a humedad. Las desnudan para convertirlas en despojos de carne y hueso que luego engullen, empezando por los pies. A los hombres, le cortan los huevos y se los fríen para el desayuno. Poco a poco los desollan para merendar lonchas de carne humana con vasos llenos de refresco. 

Una vez terminado el banquete, se ponen sus trajes y se arreglan la corbata. 

Hay que estar alertas de estos demonios. Son muy inteligentes y aparentan una humanidad perdida. Se dice que son producto de las guerras que han asolado nuestro planeta. Ellos morían en sus catacumbas hasta que el primer chorro de sangre corrió entre la tierra. Fue su padre, un anciano que se convirtió en gigoló, dueño de empresas y que viajaba en avión privado; quien invitó a sus descendientes a subir a estos prados de desolación. Para invertir en una fuente de alimentos que duraría por generaciones. Blancos, negros, ricos, pobres. Se introdujeron en todos los recovecos de esta sociedad para cosechar sus presas. 

¿Cómo los matas? No puedes. Pertenecen a una de las entidades más antiguas: la maldad. Ellos son todos y uno al mismo tiempo. Una concepción tan vieja como la lucha entre el bien y el mal. Quizás puedas enfrentarlos y salir victorioso. Quizás desaparezcan por un tiempo. Pero ellos no olvidan, y puede que un día sueñes con tu muerte a manos de su aliento. De su ácido que corroe voluntades. 

Debemos ser más inteligentes. Aprender a reconocerlos. Son aquellos que una vez entablado contacto te invitan a fiestas o reuniones sin una confianza establecida con los años. No tienen química emocional. Eso se reconoce cuando en una primera impresión se muestran encantadores, pero escarbando la superficie te encuentras su discapacidad empática. Son irascibles con las negativas. Y su mirada denota la cacería. El carácter del carnívoro que lo único que desea es poseer a los débiles. 

Algunas veces su ansiedad sobrepasa sus habilidades y se vuelven descuidados. Lo comprobamos cuando vemos en las noticias casos de personas desaparecidas. Luego, lo único que se encuentra de ellos es una parte: un torso, unas manos, una cabeza o un pie. Los demonios se volvieron descuidados y dejaron sus despojos sin precaución. O también, están los sobrevivientes que cuentan como fueron abatidos, marcados y humillados por personajes que luego huyeron en la oscuridad. 

La paz se logra con preparación. Para las circunstancias de un infierno que es realidad. No vemos las llamas. Nos cegamos con el simbolismo. Pero, ahí están. Ahí están los que nos quitan el alma. Los que cenan con nuestras vidas y se sumergen en la lujuria de nuestros pecados. Entonces, la batalla es de astucia. De tomar nuestras armas y desterrarlos. 

Olvida la filosofía, la religión y la flagelación. El fuego se combate con fuego. 

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