El hambre



Dicen que los escritores deben sentir empatía sobre lo escriben. Así, el texto saldrá con una humanidad que logrará conectar con el lector. Nos hará mejores artistas. Un requisito para lograr esto es mantener una visión inocente, y algo lúdica, de nuestra realidad. Dejar que el cinismo se transforme en una especie de malicia que asimila las sorpresas con la misma agilidad que un ardilla voladora. Y esos trucos se materializan en imágenes, frases y palabras que describen nuestra imaginación. Escribir sobre lo que sabemos. Sobre lo que hemos vivido.

Llámenme Abraham. y esto es lo que sé.

Recuerdo estar sentado en una esquina del apartamento. Vivíamos en una caja que no superaba los treinta metros cuadrados. Encajados en un mundo que se encargaba de lanzarnos curvas para sacarnos del juego -nunca he sido muy bueno con las alegorías deportivas-. Ahí estaba, con cinco años y los oídos tapados con mis manos para no escuchar los gritos. Creo que mi padre le reclamaba a mi mamá algo sobre dinero o un mercado. No lo sé. Lo único seguro eran los manotazos que le lanzaba a la cara. Las lágrimas, los morados y las súplicas. Esa noche mi madre me tomó en sus brazos y huimos a la noche. Bastante cliché. Lo sé.

Desde esa oscuridad no veo a mi papá. Se perdió.

A los quince años estaba cansado de masturbarme. Quería sentir un calor más profundo alrededor de mi pene que el de mi mano sudada. Comencé a trabajar con mi mamá en pequeñas diligencias después de clases. Por aquel entonces vivía en otro tipo de economía. Donde algunos ahorros ganados decentemente podrían abrirte puertas -y piernas- bastante IN-decentes. Con el dinero suficiente, y en compañía de un amigo más experto en las casas del placer, nos buscamos una por el centro de la ciudad. Tocabas el timbre, discutías de precios con una dama que bien podría ser tu abuela y veías por una ventana el "bufé" disponible. Lo juro, era tan niña como yo y con una piel tan sedosa que parecía discurrir entre el placer y lo irreal. Mis ahorros me granjearon quince minutos de orgasmo y una virginidad escapada entre lugares comunes.

Mi única responsabilidad era la irresponsabilidad.

Corría mucho. A pie y en el carro. Tanto que una noche casi me mato. La camioneta derrapó sobre un elevado y las defensas fueron la única barrera entre mi irreverencia confesional de esta página y una muerte segura bajo las aguas de un río contaminado. Al final no admití mi falta de juicio y peleé con todo el mundo. Desde el fiscal hasta el que se llevó la carcasa de lo que antes fue un vehículo. Esa noche lloré. Lloré como nunca. Mis sentimientos iban entre la rabia y la consciencia de saberme sobreviviente de la estupidez. Mi estupidez. Desde entonces uso transporte público y observo mi camino.

Desde entonces, no he llorado más. Al menos, no verdaderamente.

Mis dificultades vienen dadas por las decisiones. No soy partidario de echarle la culpa a terceros. Todo lo que he hecho ha partido desde la sociopatía de no sentir nada. No me produce remordimiento los paquetes de pan que escondí entre mis chaquetas para darle de comer a mi familia, o los estragos de mis palabras cuando confronto a los imbéciles que pretenden controlarme. Mi novia me ama pero también me teme. Mi madre me apoya pero no me reconoce. Y hasta mi perro me lame las culpas pero me gruñe la maldad.

Todavía estoy buscando la ballena que tengo que matar.

Mientras tanto veo por las ventanas y los recovecos que me da una cordura impuesta por quién sabe quién. Me asusto ante la receptividad de la muerte en mis sueños, y me rió de que en cualquier momento puedo ser la versión de una pesadilla que se arrastra debajo de mi piel. Hay mañanas en las que no sé quién se despierta: yo o el fantasma de mis agallas. De mis pasiones. Ése que le escupe a las reglas y se vanagloria de la falta de fe. Uno al que le importa un bledo reptar por las miserias de una humanidad perdida, y saca ganancia de los débiles. De aquellos que señalan y dicen que no lo lograré.

Es el hambre. Son las costillas pegadas al espinazo. Es el ansía de retribución.

Y en ese delicado equilibrio que los astrólogos llaman libra, vivo balanceando las coyunturas de una existencia reñida en varias dimensiones: lo real, lo mundano, lo sano, lo malo y lo imaginario. Quizás mi hogar esté entre las mangas de una camisa de fuerza y paredes alcochonadas. Entre los choques eléctricos al cerebro y la risa insensata mientras violan a mis disertaciones.

Quizás el mundo es una gran mierda con pequeños oasis de rosas.

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