Mía.

Quédate. Hagamos el amor.

Simples palabras que expresas desnuda sobre nuestro lecho. Así de sencillo es el amor. Así de fácil es el amor. Sin resumirlo al simple sexo, es la querencia de la intimidad. De estar con ella. Sólo con ella. Inmersos en los miles de abrazos que salen por los poros. De las esencias que se cuelan a través de los besos. Me encanta eso. Quedarme contigo para hacer el amor. Sin ninguna referencia de Cortázar. Nosotros haremos el amor. Él nos hará a nosotros. Y todos los calificativos que podamos dar a la expresión de una pasión que es más grande que el corazón. Luego, compartir lo dulce, lo amargo y la sed de un escalofrío que nace en los pies y termina en la yema de los dedos. Extasiados por la complejidad de una luz que se refleja en el techo. Qué no se apaga nunca. Qué es nuestra, para perdernos en el sueño infinito y en los suspiros que salen de noche.

Ven, acompáñame en lo cursi. Me cansé de buscarte entre los ojos desterrados de la felicidad. En cada caparazón vacío que se parecía a ti., Solo por portar las curvas de una mujer, sin saber que eran falsas ante cada caricia. Encontrarte fue el inicio del tesoro. Desenrollar el mapa para ubicar la X donde yace toda tu riqueza. Con los complejos que se trasladan desde el pensamiento hasta mis palabras que te persiguen. Qué te encierran en los insultos descarados de una cordialidad que se confunde con posesión. Tu piel es mía. Tus ojos. Y todo aquello que transpira por la belleza de tu inteligencia. Me convierto en el troglodita del romance. En la peor versión de una novela rosa que tiene un final predecible. ¿Dónde quedó la originalidad? ¿O aquel gallardo explorador que se perdió entre tus coqueterías? Lo que soy es un celoso sin sentido, con la flecha persecutoria de aquellos que te comprenden con una facilidad que desconozco.

Y como dice la canción: "hola y adiós" A los sollozos de un maquillaje que aparecía para cubrir los huecos de la soledad. Fuiste tú, la que me invitó a esa fiesta de los placeres y a la suma de los futuros. Tan cándida y gentil con la inexperiencia de un hombre que vivió entre la bajeza del deseo y la transición de las piernas. Con la sutileza de una princesa y la dureza del diablo que se aparece todas las noches en mis sombras. Así es, contrastando tus sensaciones con la nada. Porque eso es lo único que existe después de ti: la nada.

Vamos entonces, a saltar de aquel risco y caer sobre la muerte de los rencores. Qué nadie venga a decirnos lo que es real tratando de separarnos con misterios infantiles y regalos que adoran a los incautos. Caminemos al altar de nuestra decisión. Sea de madera, de marfil o cemento; que sea el lugar donde los espíritus se funda. Para así, deshacernos de las gavetas vacías. De las despedidas constantes. De esas huellas que quedan sobre el suelo y se borran con la nostalgia. Olvídate de la inexistencia de un abrazo mientras duermes, y espera esa sonrisa que te recibe cuando llegues del trabajo o de la universidad. Soy yo, la sucursal de tu locura. Con la base de una felicidad que pasa por alimentarte con muchos chocolates y no dejar de adorar tus pechos que no tienen nada que envidiarle al Ávila.

Sí, de aquí, iré a abrazarte. A que se me duerman los brazos de tanto sentirte. Mientras respiras, y esa respiración sigue el ritmo de la mía. Mientras navegas entre sueños y pesadillas. No te preocupes. Aquí estoy para luchar contra los dragones, y aquí estás, para que me liberes.

J. Díaz.


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