La palabra.

La palabra es poder.
Ahí estamos, sentados en la misma banca. Sin decirnos nada.
Con el poder en nuestros labios para romper el silencio. Enfrentarnos al mundo.
La palabra es esperanza.
Una continuidad de nuestra piel, reflejada con el verbo de la pasión. Separados por la intención.
Comunicar con la humildad de un beso o la pureza del abrazo.

La palabra es sentido.
Como la lluvia que llega con las nubes grises. O los relámpagos que lloran con el trueno.
En nuestras lenguas está la llave para abrir el paraíso.
La palabra se pierde.
Con la ineptitud de la ironía y lo hiriente del grito.
Enfrascados en absurdas actitudes de venganza e ira.

La palabra te salva.
De una marea que cubre como la primera nevada.
Del frío que maldice las flores y se cala hasta la corteza del pino.
La palabra busca.
Qué seas humano. Qué dejes los golpes. Qué controles tu sueño.
¿Dónde quedaste? ¿Cómo te perdiste?

Eras ese chiquillo que se perdía entre las páginas en blanco de una libreta. O la dulzura de los primeros versos que te regalaba tu madre. Sentías que con la mala prosa, estaba el orden del poeta. Esos principios de poesía que se colaban a tu cuarto y buscaban enamorar a muchachas de caramelo. Tu palabra se perdió en el camino, para convertirse en la profesión trillada de los dolientes. De los personajes que a diario buscan la información pagana de un mundo perdido.

Tu literatura se volvió chatarra, para ser empaquetada en pequeñas dosis de tinta y papel reciclable. No lo permitas. No te quedes así. Recupera el adverbio, la oración, el punto y las comas de tu vida. Deja de ser la víctima para convertirte en el verdugo de tu arte. Aprende de los errores. Sólo así verás la humildad.

La palabra vale. Al igual que tu nombre.

J. Díaz

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